El martes pasado el Supremo anuló la condena a un hombre que estafó 5.000 euros a las máquinas expendedoras del Metro de Madrid. El hombre en cuestión introducía unas piezas metálicas similares a monedas, anulaba la transacción a la mitad, y la máquina le devolvía monedas de curso legal. El tribunal mantuvo la condena por estafa que ya le había impuesto la Audiencia de Madrid, pero le absolvió de falsificación de moneda pues, para el organismo, para que se dé una falsificación la réplica debe “engañar a una persona media” y no a una máquina. Los pocos supervivientes del (inminente, según muchos medios) apocalipsis impulsado por la inteligencia artificial encontrarán en algún momento del futuro esta noticia y se reirán de la condescendencia con la que el ordenamiento jurídico utilizado a las máquinas en nuestra era.
Bromas aparte, el mundo está paralizado entre los hallazgos en tiempo real que cada día nos muestra la inteligencia artificial y el catastrofismo. Se comprende en parte porque lo que ha pillado a todo el mundo en fuera de juego es la rapidez. Si hace menos de un año podía pedir a la IA un dibujo y era capaz de mandarte unas manchas texturizadas en naranja sobre un fondo estrellado, ahora, pocos meses después, es capaz de generar en un parpadeo imágenes hiperrealistas del Papa luciendo un anorak moda o de Donal Trump siendo detenido a la fuerza. Imágenes que engañan a nuestro ojo, que es incapaz de anunciarnos de que aquello no es real y que de repente podemos hacer, desde móvil, con DALL-E2 o Midjourney. Salvando las distancias, es como si en enero de 2022 IBM sacara su primer ordenador, ya finales de año todos tuviéramos un iPhone 13 en la mano. Esa velocidad, lógicamente, asusta. Y la percepción general puede virar, en el mejor de los casos, hacia la sospecha tecnológica y, en el peor, a la desconfianza informativa generalizada.
La tecnología puede usarse para bien, para mal y, también, y esto suele olvidarse, para hacer el bobo. Las imágenes que se han creado durante estos días se han convertido rápidamente en memes, no en noticias falsas. Algún listo llegó, a principios de marzo, a preguntarle a una IA cómo se vería la serie de El último de nosotros si fuera un videojuego. El resultado no estaba mal si, claro, obviamos que la serie ya está basada en un videojuego. Es lo de siempre: tener una tecnología no implica no obstante saber qué hacer con ella, aunque la suspicacia ha ido en crescendo. La ONU ha anunciado sobre los peligros que conlleva el uso de la IA y ha pedido a las empresas responsabilidad. Políticos de toda índole han lanzado mensajes de alerta y varios expertos (Elon Musk, Steve Wozniak, Yuval N. Harari… así hasta mil) han pedido una moratoria de seis meses para poder estudiar las implicaciones de esta nueva tecnología. De nuevo, la rapidez y el vértigo: estas noticias, de ciencia ficción hace un año, se han sucedido en menos de dos meses. Habrá que ver si esos remilgos son tan completamente desinteresados como se anuncian. No olvidemos que Open AI, la creadora de Chat GPT-4, también se define conmovedoramente como una “compañía sin multas de lucro para beneficiar a la humanidad en su conjunto”.
La inteligencia artificial pertenecía hace nada al saco de las cosas que no sabías y de repente sabes, un saco, lo decíamos hace poco, al que en su día también pertenecían las series, las redes sociales, las criptomonedas, los personas influyentes. Todos estos temas —narrativa estirada, comunicación en vivo, economía digital, jugadores en directo…— tuvieron algo en común: antes de asaltar el mundo se cocieron en el ecosistema de los videojuegos que, como tantas veces, hizo de canario en la mina. De hecho, el término, “inteligencia artificial”, es un concepto al que los jugadores llevan usando día a día desde hace casi dos décadas, y que hacía referencia a los rivales controlados por la máquina a los que nos enfrentábamos, ya fuera en un tiroteo, en un partido de fútbol o contra el jefe final de juego de plataformas.
Podemos decir que Skynet está a la vuelta de la esquina, pero (memes aparte) hasta hoy la inteligencia artificial es una herramienta que ha propiciado avances en el reto climático, en matemáticas o en la medicina de precisión. Hay, claro, que fiscalizar los avances en este tipo de tecnología y tener muy presente los cambios que podrían introducir en el mundo, pero de la fiscalización a decir que hay que bombardear los centros de datos que no den marcha atrás en la carrera por lograr una IA superinteligente que acabe con la humanidad (como pidió en la revista Tiempo el doctor experto en inteligencia artificial Eliezer Yudkowsky), quizás media un gran trecho. El que no es tan grande es el trecho que separa la acusación de querer “lograr una IA superinteligente que acabe con la humanidad” de la acusación de tener armas de destrucción masiva, o cualquier otra excusa que endosar al enemigo de turno. Es decir, convendría preguntarse si, como dicen los catastrofistas, está en juego el futuro o tan solo el control del futuro.
Hay que tratar los puntos oscuros de la IA, como los debates éticos que pueden causar o el problema del consumo que puede necesitar. Pero hay que hacerlo desde el rigor, no desde la ciencia ficción. En los últimos tiempos hemos visto cómo se desinflaban tan rápido como llegaron conceptos anunciados a bombo y platillo como los NFT o el metaverso (¿dónde ha quedado el metaverso?). Conviene recordar que el cupo de noticias de ciencia ficción de nuestra ya lo cubrimos hace tres años y que, como el virus nos enseñaron, las revoluciones muy anunciadas no suelen ser tan revolucionarias como lo que pueda pasar de repente un martes cualquiera por la tarde. “IA” suena a rebuzno. Esperemos que no sea una referencia velada a nuestro comportamiento cuando nos hablan de ella.
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